viernes, 22 de junio de 2012

Prólogo a "Las golondrinas" de Javier Hernando Herráez, por Rosalía Martínez.



De animales y hombres.


Crear un mundo es una de las metas más altas que persigue un dramaturgo. Plasmar imágenes personales que se universalizan al trascender el papel. Encontrar una voz propia, hidratada por los ecos de nuestros autores más significativos. Javier Hernando Herráez, oriundo de Ávila, escribió en el año 2010 Las golondrinas y cumplió con todas las premisas. Su imaginario está habitado de seres mágicos, metáforas vivientes que se deprenden de su temblorosa mano. Estos, comen y beben mientras aprenden que la naturaleza tiene leyes irrevocables, por encima de la voluntad de los hombres.
     La poesía y la fábula impregnan su teatro. Javier crea un mundo de fantasía con reglas propias. Nos sumerge en una atmósfera enigmática y seductora que nos atrae como abejas a la miel. Cabe decir que antes de entrar en mundo del teatro como dramaturgo y a muy corta edad, el autor obtuvo varios premios nacionales de poesía y ha publicado dos libros de poemas: ósmosis y El pez sin aire.
     Las golondrinas se nos da en la boca a cucharadas, tres para ser precisos: por mamá, por papá y por los abuelos, así se denominan  las partes de la obra que remiten a la niñez y al devenir de la vida que conlleva la pérdida de la juventud.
     Un hombre y Una mujer (denominación del dramatis), son los protagonistas, una pareja cuyo amor no  se ha desgastado con el transcurrir del tiempo. Un binomio con sus más y sus menos, que ven la vida pasar esperando y recordando momentos en los que no estaban tan solos. Comparten un desayuno de ricas tostadas y mermelada de fresa, pero el tiempo se termina, deben irse. Él quiere irse, ella no. Sus acciones repetitivas reflejan una rutina aparentemente plácida, pero poco a poco descubrimos sus anhelos y sus patologías. De su conversación amable se traslucen sus opuestos puntos de vista, sus razones y sus temores.   De la acumulación de sus acciones deducimos sus parches emocionales. La acción se intercala incesantemente con la conversación, creando dos planos en la construcción de los diálogos. 
     Cuando ya nos hemos adentrado en el mundo de la obra y aceptamos sus leyes, aún se añaden elementos de extrañamiento que toman coherencia en la totalidad. El conejo parlante irrumpe en la escena con toda naturalidad para hacer patente el conflicto. Luego El ciervo y La tortuga, todos ellos humanizados van caminando erguidos en dos patas. Estos  personajes mágicos, que nos conectan con algún lugar de la infancia donde la fantasía era tangible, entran en conflicto con su esencia pueril cuando el autor les dota de una personalidad perversa y les caracteriza como mafiosos y funcionarios. Pero hay más.
     De la piscina sale Un buzo. Un personaje mudo con reminiscencias del niño de El tambor de hojalata, llega para ocupar el vacío. Viene de las profundidades, del agua, del vientre materno y manifiesta sus necesidades dando golpes en un cajón. Si es o no el hijo perdido ya no importa, si es o no la juventud perdida ya no podrán recuperarla. El autor juega con la ambigüedad constantemente y deja abierta las posibilidades de interpretación. Los elementos simbólicos se engarzan a la trama apuntando a la percepción sensorial del espectador.
     Javier Hernando Herráez juega con el recuerdo, inasible, incongruente, imposible. Ese lugar que la memoria inventa a su antojo. La influencia de autores como Beckett y Pinter, se percibe en varios rasgos fundamentales. La delgada línea de conflicto se desarrolla a lo largo de un tiempo de apariencia estática. Los acontecimientos se insertan en situaciones inquietantes, originales, que componen una estructura circular donde todo puede repetirse eternamente como los ciclos de la vida. Los diálogos están compuestos por frases cortas, repetitivas y musicales que entretejen el camino hacia el interior de los personajes. La trama está escondida, pero el autor nos invita a descubrirla, a desentrañarla. Nada es explícito. Nada es lo que parece. El mundo referencial nos abre líneas paralelas de comprensión que apuntan al mundo sensorial por encima de la razón. El autor baña el drama de formas pos dramáticas con destreza. Es importante destacar la elección estética del autor que compone un mundo de imágenes poéticas mezclando lo artificial con lo natural.
     Gradualmente los conflictos se desnudan  y aparece la crueldad. Lo que en un principio es una visión de una pareja de viejitos inocentes desemboca en la realidad de unos ocupas expulsados por la fuerza de la naturaleza. Una  mujer es una alcohólica que no acepta la realidad del cambio. Trágicamente las golondrinas llegan marcando el final del tiempo, hecho que Una mujer entiende sólo cuando deja de beber. 
     No es que el autor nos deje precisamente una moraleja, ni que tenga una intención didáctica aunque algunos puedan verla. El autor nos ofrece un mundo propio, lírico, entretenido y a la vez profundo. Nos presenta una obra ambigua y compleja que bebe de muchas fuentes para conseguir un estilo personal y surrealista que pocas veces tenemos el gusto de apreciar en el teatro.

Rosalía Martínez

1 comentario:

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