De animales y hombres.
Crear un mundo es
una de las metas más altas que persigue un dramaturgo. Plasmar imágenes
personales que se universalizan al trascender el papel. Encontrar una voz
propia, hidratada por los ecos de nuestros autores más significativos. Javier Hernando
Herráez, oriundo de Ávila, escribió en el año 2010 Las golondrinas y cumplió con
todas las premisas. Su imaginario está habitado de seres mágicos, metáforas
vivientes que se deprenden de su temblorosa mano. Estos, comen y beben mientras
aprenden que la naturaleza tiene leyes irrevocables, por encima de la voluntad
de los hombres.
La poesía y la
fábula impregnan su teatro. Javier crea un mundo de fantasía con reglas
propias. Nos sumerge en una atmósfera enigmática y seductora que nos atrae como
abejas a la miel. Cabe decir que antes
de entrar en mundo del teatro como dramaturgo y a muy corta edad, el autor obtuvo varios premios
nacionales de poesía y ha publicado dos libros de poemas: ósmosis y El pez sin aire.
Las golondrinas se nos da en la
boca a cucharadas, tres para ser precisos: por mamá, por papá y por los abuelos, así se
denominan las partes de la obra que
remiten a la niñez y al devenir de la vida que conlleva la pérdida de la
juventud.
Un hombre y Una
mujer (denominación del dramatis), son los protagonistas, una pareja cuyo amor no se ha desgastado con el transcurrir del
tiempo. Un binomio con sus más y sus menos, que ven la vida pasar esperando y
recordando momentos en los que no estaban tan solos. Comparten un desayuno de
ricas tostadas y mermelada de fresa, pero el tiempo se termina, deben irse. Él quiere
irse, ella no. Sus acciones repetitivas reflejan una rutina aparentemente
plácida, pero poco a poco descubrimos sus anhelos y sus patologías. De su
conversación amable se traslucen sus opuestos puntos de vista, sus razones y
sus temores. De la acumulación de sus acciones deducimos sus parches
emocionales. La acción se intercala incesantemente con la conversación, creando dos planos en la construcción de los diálogos.
Cuando ya nos hemos adentrado en el mundo de
la obra y aceptamos sus leyes, aún se añaden elementos de extrañamiento que
toman coherencia en la totalidad. El conejo parlante irrumpe en la escena con toda
naturalidad para hacer patente el conflicto. Luego El ciervo y La tortuga, todos
ellos humanizados van caminando erguidos en dos patas. Estos personajes mágicos, que nos conectan con algún
lugar de la infancia donde la fantasía era tangible, entran en conflicto con su
esencia pueril cuando el autor les dota de una personalidad perversa y les
caracteriza como mafiosos y funcionarios. Pero hay más.
De la piscina sale Un
buzo. Un personaje mudo con reminiscencias del niño de El tambor de hojalata, llega para ocupar
el vacío. Viene de las profundidades, del agua, del vientre materno y manifiesta
sus necesidades dando golpes en un cajón. Si es o no el hijo perdido ya no
importa, si es o no la juventud perdida ya no podrán recuperarla. El autor
juega con la ambigüedad constantemente y deja abierta las posibilidades de
interpretación. Los elementos simbólicos se engarzan a la trama apuntando a la
percepción sensorial del espectador.
Javier Hernando Herráez
juega con el recuerdo, inasible, incongruente, imposible. Ese lugar que la
memoria inventa a su antojo. La influencia de autores como Beckett y Pinter, se percibe
en varios rasgos fundamentales. La delgada línea de conflicto se desarrolla a
lo largo de un tiempo de apariencia estática. Los acontecimientos se insertan
en situaciones inquietantes, originales, que componen una estructura circular
donde todo puede repetirse eternamente como los ciclos de la vida. Los diálogos
están compuestos por frases cortas, repetitivas y musicales que entretejen el
camino hacia el interior de los personajes. La trama está escondida, pero el
autor nos invita a descubrirla, a desentrañarla. Nada es explícito. Nada es lo
que parece. El mundo referencial nos abre líneas paralelas de comprensión que apuntan al mundo sensorial por encima de la razón. El autor baña el drama de
formas pos dramáticas con destreza. Es importante destacar la elección estética
del autor que compone un mundo de imágenes poéticas mezclando lo artificial con
lo natural.
Gradualmente los conflictos se desnudan y aparece la crueldad. Lo que en un principio es una
visión de una pareja de viejitos inocentes desemboca en la realidad de unos
ocupas expulsados por la fuerza de la naturaleza. Una mujer es una alcohólica que no acepta la
realidad del cambio. Trágicamente las golondrinas llegan marcando el final del
tiempo, hecho que Una mujer entiende sólo cuando deja de beber.
No es que el autor
nos deje precisamente una moraleja, ni que tenga una intención didáctica aunque
algunos puedan verla. El autor nos ofrece un mundo propio, lírico, entretenido
y a la vez profundo. Nos presenta una obra ambigua y compleja que bebe de
muchas fuentes para conseguir un estilo personal y surrealista que pocas veces
tenemos el gusto de apreciar en el teatro.
Rosalía Martínez