Los personajes de Antón Chéjov viven aún dentro nuestra sociedad
Al volver a leer el teatro de Chéjov a principios de 1962, hallamos en él sorprendentes analogías con motivos, situaciones y estados de ánimo de nuestro tiempo. ¿Cómo nos reconocemos en aquel espejo de delgadez, de vacuidad, de indolencia, en aquel clima de alucinante bonanza que sofoca todo impulso, toda aspiración?
Nos resulta extrañamente cercana la Ruisa de Chéjov, con su tedio, su miedo, su inercia social.
Palpita en estas comedias la música apagada de la vida habitual; una vida sin ímpetus heroicos, un lentísimo arrastrarse; un flujo de vida angustiosa, que podría llegar a invertirse, a trastocarse, como un monótono juego de paciencia.
Nos encontramos ante la aletargada Rusia de los años noventa, la misma que nos contempla desde los desolados paisajes de Levitán, el pintor amigo de Chéjov. Pero esta Rusia se extiende hasta dimensiones metafísicas, haciéndose imagen de nuestro universo incoherente, hostil como una inmensa muralla. Un universo donde los hombres, mónadas afligidas, se fastidian, se vacían, gimen y se pierden en sus sueños estériles.
Angelo Maria Ripellino
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